Hola
Hace poco tuve la oportunidad de irme de compras y, aunque es fantástico, y una bendición, poder ampliar o darle un giro a mi guardarropa, hay que reconocer algo: ir de shopping es un trajín. Y eso que yo solo fui a una tienda, nada más que era enorme.
Primero, caminar por todo el lugar buscando piezas. Menos mal fui acompañada, porque cuando voy sola hago una pasada flash, y salgo diciendo: "Aquí no hay nada". Esta vez, no. Caminé, abrí entre los ganchos y empujé la ropa hasta encontrar mi talla.
Después, el probador. Como suele pasar en Panamá, solo te dejan entrar con cinco piezas... y tú con el carrito lleno, claro. Así que toca hacer una preselección entre el mar de ropa, escogiendo los looks que te quieres probar primero y dejando a la suerte tu carrito con las prendas que faltan.
Haces tu fila y entras al cubículo, que para "taparte" tiene una simple tela que ni siquiera se pega bien a la pared. Si tú puedes ver para afuera, la gente de afuera puede ver para adentro. ¡Qué pena! Y ahí empieza otro trabajo: quítate la camisa, ponte el pantalón, abre bien el hueco de la cabeza para no despeinarte.
Una lucha acalorada con una falda que no sube, el tirante del vestido que no sabes cómo acomodar, y la ropa cayéndose de los ganchos como si también estuviera cansada. ¡Qué revulú!
Pero bueno, sales con las prendas que más te convencieron (y que te quedaron, porque esa es otra historia), le das dos vueltas más a la tienda por si aparece algo nuevo como por arte de magia… y repites el proceso.
Al final, feliz pero sudada, haces fila para pagar tu ropita nueva mientras chateas con tus amigas, enviándoles fotos de los outfits para que den su opinión estilo Project Runway.
En fin: no más ejercicio comprístico por hoy… ni para mí, ni para mi cartera.
Diana Fernández
Equipo ELLAS
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